En esta ocasión, Félix nos trae un cuento que creo que no sería posible ni a los dos años pues en este tiempo da la impresión de que el que no corre vuela y que todo quisque sabe mas que lepe y que Jaimito, con lo resabiado que era, ahora sería mas tonto e ignorante que el asa de un cubo.
En la actualidad, ni siquiera hay tormentas
PUENTE TIBETANO - PUENTE DE CUERDA
Formado a partir de cuerda de nylon natural reforzada con cable de acero formando un triangulo unido con cuerda de nylon natural.
Con red de seguridad en la parte inferior realizada en nylon.
Guardacabos metálicos
Con anillas en los extremos para fijar a estructura.
CUERDA DE TREPA LISA DE CÁÑAMO
Confeccionada con cuerda de cáñamo natural.
Con guardacabo metálico y anilla en el extremo para fijar a estructura
Diámetro 26 mm
Tamaños estándar 4m, 5m, 6m, 7m, 8m, 9m y 10m
Podemos fabricar cualquier medida. Consúltenos
EL MIEDO DE LAS TORMENTAS
En todos tiempos hubo algún amante,
nota que solamente digo ‘alguno’,
que pudo ser tenido por constante;
pero en cuanto a ser fieles,
preciso es confesar que no hay ninguno.
Es desconsolador, triste, aflictivo,
mas si no se hace adrede con pinceles,
en todo el universo hallarás uno.
Se puede aconsejar el paliativo
de atarse los amantes uno al otro,
o usar aquel anillo del demonio
que usó Hans Carvel durante el matrimonio;
pero la asiduidad es siempre potro,
y el fastidio la sigue sin remedio;
elige, pues, entre uno y otro medio.
La historia con que voy a divertirte
te hará ver cómo debes conducirte.
En una casa rica y de linaje
servía una doncella,
y pues el consonante dice de ella
lo bella que era, referir no quiero
cuánta beldad celaba su ropaje;
mas no puedo dejarme en el tintero
decirte que tenía
un galán a quien tierna recibía
en su lecho, callada y diestramente;
y una noche que estaban olvidados
del mundo, con mil besos embriagados,
estalla una tormenta de repente,
horrísona, espantosa,
que aturde a la doncella temerosa:
da en pensar que los cielos encendidos
por sus pecados van a consumirla:
¿qué mucho que Isabel tanto temiera,
si era su edad de veinte no cumplidos
y a más era mujer, cual si dijera
devota y pecadora todo junto?
Un nuevo trueno acaba de aturdirla,
y huyendo de la cama sale al punto,
sin que el galán consiga disuadirla.
-¡Queda, queda con Dios, fatal amigo,
y no pretendas escapar conmigo,
que, huyendo de la culpa, ansiosa corro
a ocultarme en un sótano profundo!
¡Es Dios el que irritado
nos amenaza al ver nuestro pecado!
Y echó a correr, y el otro en un segundo
durmió como un cachorro.
Durmiendo viene el bien, dice un proverbio
del vecino francés; y así le vino
al susodicho abandonado amante
que, apenas el indino
un sueño saboreaba tan soberbio,
siente una mano suave... luego un brazo...
luego una pierna... un beso acariciante...
-¡Qué!, ¿duermes Isabel? –y un nuevo abrazo
acabó de incendiar al ex dormido.
Una niña de quince había caído
como del cielo, al lado del tunazo,
quien su suerte bendice
mientras la voz dulcísima le dice:
-¿Cómo desnuda, así, dime, te acuestas?
¿Qué tienes, Isabel, que no contestas?
¿Has perdido la voz? A ti, sin duda,
lo que a mí te sucede: que los truenos
miedo te han dado; ¿es cierto...? ¿Sigues muda?
-No, no, pero el temor... –dice en voz baja
la fingida Isabel-. Ya van a menos
los relámpagos; vuélvete de frente.
¡Jesús, qué trueno! ¡El cielo se desgaja!
Y esto diciendo, estrecha fuertemente
con los brazos al mozo, que la enlaza
con los suyos y el cuerpo al cuerpo anuda.
Cuán difícil, lector, en tal estado
sería de mujer tener la traza
ya tú lo consideras. -¡San Conrado!
-grita la niña-: ¡cómo!, ¿qué he tocado?
¿Eres monstruo, Isabel?, porque me acuerdo
que yendo con mi madre por el río
una tarde, vi en él una persona
con una cosa igual; ¡bien lo recuerdo!,
y al preguntarle..., a ti te lo confío,
que mucho me agradó considerarlo,
respondióme mi madre: “Gran simplona,
ese es un monstruo horrible; ni mirarlo
se puede”. No creí que fuera tan mala
cosa que así la vista nos regala.
¿Serás monstruo también, amiga mía?
-¡Oh, no! –responde quedo el mozalbete-;
es el miedo que tengo. -¡Cómo! ¿El susto...?
-Sucede algunas veces. –No sabía...
¿Con que el miedo...? –Es capaz de cualquier cosa,
y al pobre a que acomete
hay vez que ha convertido en lobo o grulla,
en cuervo o raposa;
a mí me ha resultado aquí esta puya.
La inocente muchacha tragó el cuento;
mas el hado en aquel mismo momento
los truenos arreció con tal bramido
que la pobre, asustada, va a acogerse
a los brazos abiertos de la amiga
y, para más a gusto guarecerse,
una pierna por encima le ha subido...
Júntanse al fin barriga con barriga...
¿Qué harías tú, lector, en tal postura?
Lo que él: aprovechar la coyuntura.
-¿Dónde lo metes? –dice la inocente-;
¡qué singularidad!, ¡qué justo viene!
Parece que lo han hecho expresamente...
No pudo decir más; que tartamuda
la lengua da señal de lo que tiene
y la voz que perdió la deja muda.
Hace el amor su jugo tan a gusto
que redoblan los truenos los temores
y sucede un asalto a cada susto.
Empero, como al fin somos mortales,
el miedo se le acaba, o los ardores,
a la falsa Isabel. ¡Y es diferencia
que hay del hombre a los dioses inmortales:
que en aquél es muy corta la potencia,
y en estos, más felices, es eterna,
lo cual hace su dicha sempiterna!
-¡Cómo!, amada Isabel, ¿no tienes miedo?
No turban ya tus lánguidos sentidos
los truenos repetidos?
¡Ay, mi Dios! ¡Yo, por mí, parar no puedo!
¡Ten miedo, Isabelica! ¡Teme un poco!
¡Este trueno es atroz, nos pulveriza!
-No, amiga mía, no; todo es ya en vano:
ya no me atemoriza
el ruido de los truenos, ni tampoco
suena ya tanto; duerme, pues, querida,
que ésta ha sido una nube de verano.
La niña, resentida,
vuelve la espalda y quédase dormida;
el mozalbete, bien quisiera
imitar a la bella, de cansado
que estaba; mas ocúpale el cuidado
de escaparse, que así son los amantes:
¡tan prontos por marcharse a la carrera
cuanto para llegar lo fueron antes!
Tomó el trote por fin. La otra doncella,
dando gracias al cielo y a su estrella
porque en trance tan fuerte
escapó del peligro de la muerte,
tranquila ya, subió de su escondite
y, al par que el miedo pierde a la centella,
el acceso amoroso la repite.
¡Ignora la infeliz su mala suerte!
A su cama se vuelve con descoco
y, creyendo abrazar al ser querido,
en los brazos estrecha a la que ha poco
con él perdiera el himen y el sentido.
-¿Duermes –pregunta-, amor del alma mía?
¿Es posible que el miedo...? -¡El miedo, el miedo!
-exclama la novicia-, ¡oh, qué alegría!
¿Te ha vuelto? Deja, a ver si te lo toco.
Mas, ¡qué dolor! ¡Ay, Dios! ¡Si se está quedo!
Aunque busco, Isabel, no te lo encuentro;
¿será que se ha quedado todo dentro?
La infeliz Isabel luego adivina
el caso todo, y busca con su mano
la prueba material que tanto teme;
no le queda ya duda: el inhumano,
provisto de una buena culebrina,
entreabrióle el postigo medio geme.
El disgusto que tuvo la doncella
se deja concebir bien fácilmente;
y con qué saña y qué furor la bella
acusa de inconstante al pobre ausente,
sin pensar que la culpa estuvo en ella;
que el mismo San Pascual, aun siendo un santo,
en ocasión igual haría otro tanto.